La sociedad civil encaramada por su juventud se manifiesta contra la vigésimoquinta cumbre fallida para salvarnos del clima, encabritado por nuestra actividad industrial depredadora. Tres cuartas partes de ese impacto lo producen cien grandes corporaciones. Los empresarios se ufanan de concienciación apelando a los hábitos de consumo individuales. Llevan razón: sin ellos esas cien empresas no gobernarían el mundo. Y entonces apelar a los gobiernos a secas sería más útil. La clave está en recusar el propio sistema económico que lo fía todo al beneficio privado de una oligarquía de muy pocos.
Por ejemplo deteriora la educación pública en beneficio de la empresa privada mientras los informes internacionales certifican la degradación de la nueva ley que acatamos ciegamente: cada vez menos alumnos saben ciencias. Pero es que los niveles de lectura y comprensión lectora de las autoridades competentes tampoco remontan por aquí.
El trasfondo es la desigualdad inducida, la acumulación por desposesión de Harvey. Tras la crisis las empresas internacionales se arrojaron como buitres sobre los restos de lo público y común, y derechos como vivienda y sanidad, o el ocio ciudadano y eso lo agrava todo. La propia huella ecológica de las grandes tecnológicas es inasumible.
Pero tranquilos, el fascismo viene a poner orden en el berenjenal de las protestas.
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