Yuval Harari, el filósofo de cabecera de Obama, Bill Gates y los chicos Silicon Valley se sintió incómodo cuando comprobó que todos ellos le ensalzan como el arquitecto intelectual de la futura tecno-religión universal, de la que se consideran los primeros profetas.
En su condición cultural hebrea, Harari no puede por menos que apelar al mito del Génesis: seréis como dioses.
En respuesta a esta incomodidad, se ha puesto a denunciar recientemente el poder algorítmico que nos conoce mejor que nosotros mismos a fuerza de de Big Data, y que cada vez decide y decidirá más por nosotros.
Y según defiende él todavía, mejor.
Ya lo está haciendo políticamente: desde Trump o el Brexit, a Bolsonaro.
Ciao al presunto libre albedrío, clama de pronto. A la rebeldía de cualquier pensamiento crítico, nos vendría a decir. A la democracia.
Pero todo eso agrada a los nuevos dioses. O como poco, arquitectos precursores de los dioses que vendrán.
Los privilegiados podrán alargar su vida en siglos, pero igualmente reconoce ahora que las tendencias apuntan a una gran mayoría humana sobrante en esa agenda quizás imparable.
Cooperamos en masa en virtud de relatos compartidos, contaba en su Sapiens: de animales a dioses. Desde los viejos dioses a las recientes instituciones, entre ellas principalmente el dinero. Todos ellos relatos comunales imaginarios, de enorme poder, que mueven a cada vez más millones de personas en la evolución histórica. Este poder cooperativo nos lleva hoy a tecnologías que trasladan la propia vida al material inorgánico, de base silícica (como los químicos saben desde hace mucho tiempo, el silicio es el único elemento capaz de generar largas y complejas cadenas estables como el carbono).
Serán la inteligencia artificial y nuestros seres tecnobiológicos los que ultimen la expansión de la vida más allá del planeta, no será la especie humana en sí misma, vaticina con bastante realismo.
Como Hegel lo pensaba de su propia filosofía, que culminaba en sí misma la culminación histórica que anunciaba, creo que su honestidad lo empuja de pronto a incomodarse al comprobar que él mismo teje un gran relato asumido gustosamente por la elite de vanguardia y que aspira a convertirse en tecno-religión universal, previa evangelización mediática desde el poder por todos sus poros de comunicación global.
De una potencia analítica singular, creo que Harari se acerca al segundo Harari con mayor celeridad de lo que Wittgenstein tardó en llegar al segundo Wittgenstein, como mandan los tiempos acelerados. Lo hace una vez empieza a sopesar las consecuencias que se derivan de su tecno-religión, y el contraste abismal con los ideales del viejo humanismo ilustrado que apostaba por la libertad y autonomía humanas.
Sencillamente, matiza ahora, aún estamos a tiempo de equilibrar la distopía antihumanista que pinta si tratamos de regresar la tecnología en beneficio de la mayoría de la población. Aunque ninguno sepamos cómo realizar ese camino en lo que respecta al enorme poder mundial concentrado.
Desde luego usar Internet para el conocimiento como hace él, que no usa móvil y vive en el campo, pero en ningún caso usarla para que nos use, para que guíe nuestros pasos y nos sugiera constantemente hacia dónde ir, parece un muy buen primer paso.
En cualquier caso, de monos a dioses nos retrotrae al dictum nietzscheano que contempla lo humano como el puente entre el animal y el superhombre. Precisamente trascendiendo las reglas del humanismo moral, en el caso de Nietzsche: Harari comienza a retroceder ante semejante abismo y eso le honra.
Porque este nuevo gran relato tecno-religioso nos podría hacer desempolvar como seria interferencia no solo el del Génesis invertido, sino el moderno del aprendiz de brujo goethiano.
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