Acémilas de
contrato y truco, y horarios imposibles: eso buscan en sus plantaciones de
algodón cara al público, atornillando en la fábrica exclusivas gafas de cegar
al mundo, o cosiendo opacamente en los bordes de las carreteras el traje tonto
del emperador para mayor gloria de Inditex. Uno acude a perderse a alguna isla
desierta o un monasterio alejado del mundo, pero ya vienen patrocinados por las
grandes marcas. Y la gente se deja allí su último dinero por reingresar en su
desesperada, costosa e inútil huida. Esta penosa imagen la siguen mitigando las honrosas
excepciones de los millones de refugiados de la guerra civil siria o de Malí,
que aún se desempeñan en el modo clásico.
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