No te
disfruto, día de invierno. Apagas el año en las colillas maceradas de camino, con
la losa gris del silencio boreal. Prendes la mirada fúnebre de horizonte.
Hornadas de trabajo. Los vaivenes del
apartheid para rendirle homenaje a Mandela. El cartero que no llama ni siquiera
la primera vez, y menos aún a Neruda. A Rossini le tirabas al suelo un aria que,
por pereza de bajar de la cama un día tan frío, se reescribió en otra aria
distinta. Era trabajo, y siempre tiene sus accidentes.
Se
homenajea a Camus, se entierra a Sartre. Pero yo prosigo con esta náusea. Los españoles
que sobreviven o mueren de alimentos caducados también. ¿Acaso no son nuestros
cebados ministros millonarios como Cañete expertos en difundir la necesidad como
virtud, alentando a los yogures caducados? Consejo sabio que bien vale todas las
ayudas sociales retiradas a millones de desempleados, desahuciados y hambrientos
patrios velazqueños del esperpéntico neobarroco español.
Hacer de tripas
corazón podrido, de manzana envenenada, como si de una caduca y demediada Constitución
se tratase. Morderla con alivio como Tchaikovsky, último cisne del lago al que
Putin hubiera apaleado. Como el Enigma de Turing, no superando el test hormonal de la inteligencia
artificial británica, que así pudo rescindir su inconmensurable deuda con él, caza de brujas mediante.
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