lunes, 6 de enero de 2014

Farenheit 2.0




Conserva de Rimbaud el ojo galo, de Passolini arrastra la mortal pasión suburbial y de Lorca extrema al visionario en Nueva York. Asiste, irritantemente incómodo en unos pantalones de pinzas en derrumbe gemelo y una chaqueta alquilada, al expolio mutuo de los novios a cielo abierto, a la parafernalia de sedas y compromiso social alanceados de buen vino y champán, conversaciones inconexas, marisco abatido por la plaga de langosta civilizada, y las pajaritas sobrevolando copiosas nevadas en los baños del lujoso salón nupcial. Le piden que improvise un recitado. Escapa por la puerta de servicio y se adentra en las callejuelas vacías que abrazan los canales. Los grupos parapoliciales y patrullas vecinales le husmean a lo lejos con gesto de impaciente sospecha. El elegante atuendo le salva porque acompasa el aire decidido y confiado con que atraviesa la niebla, como un séquito que le escoltase con naturalidad. Era peor hace décadas cuando las resentidas muchachadas de Guzmán el Bueno le hostigaban desde el coche, a la altura de aquellas faraónicas obras nocturnas de brumosa ambientación lunar, amenazados de sus harapos hippies apenas recién reconquistados de una habitación que respiraba ecos y colores. Aseguraban sin rubor que eran tiempos de garantías y libertades. Ni siquiera la vigilancia y control de la calle por parte de empresas privadas habían sido refrendados por ley todavía. Los linchamientos de mendigos y demás poetas urbanos aún se consideraban delito. Lo último que él mismo escribió más o menos abiertamente era una pieza irónica en que relataba a una patrulla de bomberos virtuales y otros cortafuegos apagando digitalmente para siempre Farenheit 451 de la reseteada memoria universal. Luego tuvo que empezar a leer de cabeza y escribir en obligado silencio sus erráticos paseos de remembranza, mientras tantos colegas desaparecieron en las purgas. Su clásica columna semanal en la prensa contestataria digital ocluyó en la diaria del eremita reinando en lo alto del desierto, agarrado al clavo ardiendo de una identidad falsa que cualquier día sería desvelada a dentelladas por los perros. Los torvos barrenderos musitaban clandestinos a su paso. 











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