Conserva de
Rimbaud el ojo galo, de Passolini arrastra la mortal pasión suburbial y de
Lorca extrema al visionario en Nueva York. Asiste, irritantemente incómodo en
unos pantalones de pinzas en derrumbe gemelo y una chaqueta alquilada, al
expolio mutuo de los novios a cielo abierto, a la parafernalia de sedas y
compromiso social alanceados de buen vino y champán, conversaciones inconexas, marisco
abatido por la plaga de langosta civilizada, y las pajaritas sobrevolando copiosas
nevadas en los baños del lujoso salón nupcial. Le piden que improvise un
recitado. Escapa por la puerta de servicio y se adentra en las callejuelas
vacías que abrazan los canales. Los grupos parapoliciales y patrullas vecinales
le husmean a lo lejos con gesto de impaciente sospecha. El elegante atuendo le
salva porque acompasa el aire decidido y confiado con que atraviesa la niebla,
como un séquito que le escoltase con naturalidad. Era peor hace décadas cuando
las resentidas muchachadas de Guzmán el Bueno le hostigaban desde el coche, a
la altura de aquellas faraónicas obras nocturnas de brumosa ambientación lunar,
amenazados de sus harapos hippies apenas recién reconquistados de una
habitación que respiraba ecos y colores. Aseguraban sin rubor que eran tiempos
de garantías y libertades. Ni siquiera la vigilancia y control de la calle por
parte de empresas privadas habían sido refrendados por ley todavía. Los
linchamientos de mendigos y demás poetas urbanos aún se consideraban delito. Lo
último que él mismo escribió más o menos abiertamente era una pieza irónica en
que relataba a una patrulla de bomberos virtuales y otros cortafuegos apagando digitalmente
para siempre Farenheit 451 de la reseteada memoria universal. Luego
tuvo que empezar a leer de cabeza y escribir en obligado silencio sus erráticos
paseos de remembranza, mientras tantos colegas desaparecieron en las purgas. Su
clásica columna semanal en la prensa contestataria digital ocluyó en la diaria del
eremita reinando en lo alto del desierto, agarrado al clavo ardiendo de una identidad
falsa que cualquier día sería desvelada a dentelladas por los perros. Los torvos
barrenderos musitaban clandestinos a su paso.
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