Niños vestidos de muerte, paganas pinturas del color del mustio otoño
en los rostros sin alma, el afán de instigar el miedo,
tronaba el obispo contra Halloween. En definitiva, una fiesta del diablo sin Dios. Dios callaba cual diablo: no
sabemos si de vergüenza ajena por cada sonrojante púlpito, o solo de tanto
aguantarse la risa del susto que le suponen a los obispos ese día los muertos
con cuentas pendientes y sin entierro cristiano o pagano alguno.
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