Se estaba
muy lejos todavía del móvil, ese
apéndice de una red corporativa que requiere una prótesis humana a la que
meterse en el bolsillo, domesticar, ablandar, pulir y vaciar de cualquier aparatosidad
pensante. Ya Cortázar nos avisaba, en algo que todavía posaba inquieto entre
Cronopios pero que hoy Stendhal calificaría de truismo o lugar común, sobre cómo somos regalados a un reloj el día
de su cumpleaños.
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