Le habían
dicho que allí encontraría a Ahmed.
Pasó un
largo día de muchos días diferentes en aquella acogedora esquina flanqueada de laboriosos
y grasientos talleres mecánicos de hábil reciclaje, mientras en sucesivas
tandas desfilaba el té con hierbabuena bajo los distintos prismas de luz.
Por primera
vez apreció el inmenso valor espiritual comprimido del e-book: muchos mundos en esta esquina del mundo.
El
traqueteo de las viejas motos izando la bandera del polvo como un aura
callejera, los porteadores con sus carretillas de género, los cigarreros
deambulantes, la penetración ubicua de Al-jazeera
o el Barça en las terrazas bajo los toldos abrasados de Julio.
El último
suspiro de la tarde cristalizó en la luz de un sueño que le abatió por
sorpresa. Allí rodaban por el suelo, y se mordían: al fin se resarcía de la
decena de países en su mochila huyendo de ella, sobre los que nunca hubo cielo
protector.
Ni siquiera
halló protector alguno del propio cielo.
Le despertó
el olor penetrante de la hierba quemada.
-¿Mucho
tiempo aquí…?
-Todo el
del mundo –musitó desperezándose- Pero me lo he gastado ya.
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