A la ministra
se le multiplicaba por momentos la ceguera o la desmemoria sobre tanto obsequio
durante años a cambio de nada, ante la ametralladora de preguntas de la prensa.
No se
caracterizaba por demasiada cintura ni verbo fácil. Trataba de imitar a la
presidenta en el gesto adusto, en el tono acerado de las atrabiliarias
respuestas con las que solía atajar los temas delicados que la comprometían,
que ya eran casi todos.
Pero en su
caso no colaba. A la ministra inmaculada con más muertos encima tras el de
Defensa la perseguiría siempre la mancha de Eurodisney.
A fin de cuentas, era lo que mejor encajaba con su gesto frecuente de no
entender nada más allá del confetti y los globos, que incluso habrían invisibilizado
el jaguar del marido en el garaje.
El resto
del partido tendía la alfombra roja a la mafiosa Eurovegas, o se fumaba a los jueces no solo en las viñetas satíricas.
Los subsaharianos morían a las puertas de las consultas a manos de estos
supernumerarios, los ancianos proscritos compraban la mitad de los medicamentos
prescritos. Tras su mandato no habría cura para el sistema sanitario, y en Justicia
que es femenina se abortaría la libertad del aborto. Las escuelas volverían a
tomarse en serio viejas historias de antiguos palestinos. Los submarinos
atravesaban las profundidades de las aguas públicas portando toneladas de
armamento con que festejar al aire la primavera en las plazas árabes, para
mayor gloria del negocio privado del ministro. El Corpus Cristi de procesión
por los retretes de platino.
Como
apuntaba ese gran tramposo del partido, beato y odiado exministro, todo se
andará con el santo sacramento de la confesión. Era su manera de evangelizarnos
a los descreídos, y mostrarnos nuestra inferioridad intelectual y moral:
restregarnos la enorme desventaja de no poder hacer trampas a conciencia con la
absolución divina esperándonos a la vuelta de confesionario, y en su lugar abocarnos
al absurdo tormento de Raskolnikov.
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