Cuando al
fin se clausuró completamente aquel mundo-invernadero, a resguardo de la
irrespirable atmósfera y la tóxica degradación ambiental, parecía que se iniciaba
una nueva era de convivencia supertecnológica, pero esta vez estrechamente
solidaria: puesto que los seres humanos se jugaban definitivamente su
supervivencia.
Entonces
aparecieron las ratas. Al principio alguna que otra perdida, se asustaba y volvía
a perderse entre las tuberías subterráneas o los conductos de ventilación. Pero
paulatinamente fueron multiplicando sus salidas, fueron superpoblando la superficie a raudales, hasta el
punto de que al final se subían por los brazos de los operarios o incluso
sorbían del café de los ejecutivos con total impunidad y confianza, sin que a nadie le causase la menor extrañeza. Nadie
parecía reparar en ello ni concederle una miaja de atención. La gente prosiguió
sus vidas y no puso reparos. Si el resto estaba igual de aterrorizado que él en
su fuero interno, desde luego su capacidad de disimulo era titánica. Buscó con quienes
hablar abiertamente de ello, problematizarlo. Pero solo encontró gestos de
incomprensión o acusaciones directas de paranoia: nadie veía nada.
Empezaba
una nueva era. Y de pronto vislumbró horrorizado que no serían las ratas las
primeras en abandonar el barco.
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