sábado, 27 de julio de 2013

El arca de Noé





Cuando al fin se clausuró completamente aquel mundo-invernadero, a resguardo de la irrespirable atmósfera y la tóxica degradación ambiental, parecía que se iniciaba una nueva era de convivencia supertecnológica, pero esta vez estrechamente solidaria: puesto que los seres humanos se jugaban definitivamente su supervivencia.
Entonces aparecieron las ratas. Al principio alguna que otra perdida, se asustaba y volvía a perderse entre las tuberías subterráneas o los conductos de ventilación. Pero paulatinamente fueron multiplicando sus salidas, fueron superpoblando la superficie a raudales, hasta el punto de que al final se subían por los brazos de los operarios o incluso sorbían del café de los ejecutivos con total impunidad y confianza, sin que a nadie le causase la menor extrañeza. Nadie parecía reparar en ello ni concederle una miaja de atención. La gente prosiguió sus vidas y no puso reparos. Si el resto estaba igual de aterrorizado que él en su fuero interno, desde luego su capacidad de disimulo era titánica. Buscó con quienes hablar abiertamente de ello, problematizarlo. Pero solo encontró gestos de incomprensión o acusaciones directas de paranoia: nadie veía nada.
Empezaba una nueva era. Y de pronto vislumbró horrorizado que no serían las ratas las primeras en abandonar el barco.









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