La
experiencia de los alucinógenos mezclados de aquella infausta noche le había
transtornado, braceando por escapar de aquellas telarañas de luces carnívoras,
boqueando por salir al aire libre. Pero afuera solo había encontrado más
cadenas chirriantes, gimoteantes serpientes envenenando cada cuadro, sumiendo
cada escena en un dolor infinito.
Un caso más
de anomia y desorientación vital adolescente prendida a las fluidas aceras.
Entonces se
le abrió aquel pasadizo de la imaginación, absolutamente oscuro, que le
acompañó en adelante permanentemente, como el vacío de Pascal, como la voz
tenebrosa de Nietzsche.
A veces se
adentraba en él sin mirar atrás durante horas, solo en la habitación, esperando
que en algún momento del pasaje surgiese algo fantástico y colorido como el
País de las Maravillas de Alicia, pero nunca sucedió. Siempre había tenido que
volverse sobre sus pasos entre oscuras arboledas de recuerdos o sueños
aterradores, estilo Poe o Lovecraft.
No sabía
qué podía haber al final del pasadizo, ni siquiera si había final, como en los
procedimientos recursivamente enumerables en que enredar a una máquina de
Turing: algo que, en definitiva, al portátil reclamándole en parpadeos o a la
desolada consola a su lado nunca les importó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario