sábado, 27 de julio de 2013

El pasadizo





La experiencia de los alucinógenos mezclados de aquella infausta noche le había transtornado, braceando por escapar de aquellas telarañas de luces carnívoras, boqueando por salir al aire libre. Pero afuera solo había encontrado más cadenas chirriantes, gimoteantes serpientes envenenando cada cuadro, sumiendo cada escena en un dolor infinito.
Un caso más de anomia y desorientación vital adolescente prendida a las fluidas aceras.
Entonces se le abrió aquel pasadizo de la imaginación, absolutamente oscuro, que le acompañó en adelante permanentemente, como el vacío de Pascal, como la voz tenebrosa de Nietzsche.
A veces se adentraba en él sin mirar atrás durante horas, solo en la habitación, esperando que en algún momento del pasaje surgiese algo fantástico y colorido como el País de las Maravillas de Alicia, pero nunca sucedió. Siempre había tenido que volverse sobre sus pasos entre oscuras arboledas de recuerdos o sueños aterradores, estilo Poe o Lovecraft.
No sabía qué podía haber al final del pasadizo, ni siquiera si había final, como en los procedimientos recursivamente enumerables en que enredar a una máquina de Turing: algo que, en definitiva, al portátil reclamándole en parpadeos o a la desolada consola a su lado nunca les importó.
 





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