Oscilante y
maquiavélico, desde lo alto de la torre divisaba a sus pies el monótono, inercial
e inconsciente trajín ciudadano, que se recreaba en sobresaltar puntualmente
con su explosión de resonantes campanas inoculando el terror sagrado en los
huesos. Pero aquella medianoche el relámpago cabalgando su propio estruendo se
le adelantó, y el enorme péndulo se precipitó humeante hacia el centro de la
fuente en medio de la plaza, donde hubo un tiempo que se apostó soberbio el príncipe feliz saqueado
en becas para estudiantes pobres y ayudas a la dependencia. Y entonces sí, los
lugareños en adelante adoraron aquella herrumbre como un resorte desprendido del
humor planetario.
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